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El Dictador: La auto-glorificación

Fácil es que las palabras mueran en la memoria. Las que los partidarios del dictador y “la Señora” decían incesantemente en todas partes, servían para la propaganda, pero pronto serían olvidadas. La pareja necesitaba algo más duradero para perpetuarse en el recuerdo de la Nación. Así fue como se dieron sus nombres a provincias, ciudades, barrios, avenidas, calles, plazas, hospitales, museos, escuelas, estaciones ferroviarias, bancos, estrellas del firmamento y cuanto podía imaginar la obsecuencia ilimitada (1).

 Pero tampoco eso bastaba. Mientras no llegara el día de cambiar de nombre a la ciudad de Buenos Aires y acaso al país, debía perpetuarse en piedra y bronce a los “creadores de la Nueva Argentina”.

Queda dicho ya como se gestó el monumento a Eva Perón. Debemos referirnos ahora a algunos detalles de esa glorificación “en vida”, y también al provecho que de ella quiso obtener el dictador.

La ley que dispuso la erección de ese monumento en la capital de la República y sendas réplicas del mismo en las principales ciudades del interior, estableció que debía ser costeados por el pueblo. Para la ejecución del primero se nombró una comisión nacional.

El 17 de julio de 1952, ésta inició sus deliberaciones en el Salón Dorado del Ministerio de Trabajo y Previsión. Se han conservado sus actas y gran parte de la versión taquigráfica de sus sesiones. De ellas nos valemos para la narración que sigue.

La “Señora” estaba muy próxima a su fin, pero no descuidaba “su” monumento. Quería que se levantase en la plaza de Mayo y tuviera dimensiones colosales. Aunque la cripta debía ser altísima, la entrada sería baja, semejante a la de la tumba de Napoleón, “para que los contreras se agachen” –según decía.

El lugar elegido para la erección no parecía apropiado. Era demasiado estrecho para las vastas proporciones del monumento. Pero “la Señora” insistía en aquel, y era preciso satisfacerla. Se pensó, en voltear los edificios de Intendencia y “La Prensa” –“lo que es muy fácil”, dijo Cámpora –y en correr la pirámide- “corrida varias veces”, acotó Subiza-, pero de cualquier manera no había modo de ubicarlo.

La comisión no sabía cómo resolver el problema. La senadora Larrauri y el subsecretario de Prensa y Difusión, Apold, no cejaban en señalar la voluntad de la homenajeada: “Nosotros sabemos que la señora Evita quiere que lo hagamos en la plaza de Mayo”.

Alguien señaló que tal vez pudiera erigírselo en la intersección de las avenidas de Mayo y 9 de Julio, pero en seguida fue replicado: “La Señora insistió siempre en que fuera en la plaza de Mayo”.

Puesto que no había forma de tomar otra determinación, debió acatarse esa voluntad.

¿A quiénes se llamaría a concurso para la obra del monumento? ¿A argentinos o a extranjeros? Apold dudaba de que entre los primeros hubiera buenos escultores que también fueran peronistas. La “Señora” pensaba que no debía prescindirse de los extranjeros. Como surgieran algunas dudas sobre el particular, se sugirió que se la consultada. “La Señora habla y razona perfectamente –dijo Apold- y en cualquier momento se le pregunta”.

No hubo tiempo. Pocos días después se produjo el fallecimiento por todos presentido. Desde entonces perdieron importancia sus deseos. Restaban los del dictador, que en lo sucesivo se trató de interpretar fielmente.

En realidad, la elección del escultor estaba hecha, puesto que el italiano Leone Tommasi trabajaba ya en el proyecto, al margen de todo concurso y probablemente por encargo directo de Perón. De cualquier modo se creyó conveniente simular la competencia, y a ese efecto el ministro Dupeyron redactó una cláusula en los siguientes términos: “El proyecto deberá trasuntar, de parte de los participantes, artistas, escultores, arquitectos e ingenieros argentinos o extranjeros con no menos de dos años de residencia en el país, una profunda fe peronista y el hondo fervor que inspira la figura insigne de su jefe”. Y para que no existiere lugar a dudas, después de leer su proyecto, Dupeyron agregó: “Esto nos da a nosotros la pauta de poder eliminar, aún en los casos en que el proyecto sea el primero, si no responde el autor a lo que nosotros queremos que responda”.

Una vez aprobadas las bases del concurso, se remitió una copia al dictador para su aprobación. No obstante, en una reunión posterior (acta Nº 9) se le efectuaron modificaciones cuyo origen no consta, y luego ya no se trató más de él. En cambio, sin que se mediara ninguna explicación, en la sesión del 28 de agosto la presidente de la comisión se refirió a una entrevista con el dictador y a la visita hecha al estudio del escultor Tommasi. Algunos meses después se firmó el contrato con la empresa Barra y el escultor mencionado.

El monumento en que Tommasi trabajaba desde varios meses antes era el que debía erigirse al “descamisado”. Su figura principal representaba a un “trabajador”. ¿Cómo podría servir para perpetuar la memoria de la “Jefa”?

La comisión no sabía qué hacer. Al fin resolvió nombrar una delegación muy reducida a objeto de que pudiera vencer los “escrúpulos” del dictador y le indicara la conveniencia de que la figura exterior del monumento fuera de “la Señora”

No tuvo éxito. La razón que dio el dictador fue que la figura de la homenajeada no se reconocería, pues en tamaño tan grande resultaría ridícula. Claro que tal opinión la atribuyó al escultor, y toda vez que las reuniones de la comisión se trató del asunto, se tacharon en las versiones taquigráficas las expresiones que hicieran suponer lo contrario. El escultor Tommasi no pudo ser consultado por la Comisión Investigadora, puesto que no ha regresado al país, pero una serie de hechos permite sospechar con sobrado fundamento que el dictador, quería convertir el proyectado monumento en un homenaje a su persona.

En primer término, como es público y notorio por haberse publicado en su oportunidad la fotografía de la maqueta, el parecido de la figura exterior con la del dictador era notablemente acentuado y no pasó inadvertido a nadie.

En segundo término, la negativa al pedido de la comisión de cambiar dicha figura, dándole una razón pobrísima y no efectuándose ningún boceto que permitiera estudiar la modificación.

En tercer lugar, la imposición – o en el mejor de los casos el aprovechamiento- de un proyecto ya muy adelantado que el dictador encomendó directamente al escultor Tommasi.

En cuarto lugar, lo manifestado por Dupeyron, quien, según la versión taquigráfica del 23 de septiembre de 1952, expresó que “la intención del escultor es poner la cabeza del general”.

Y en último término, las constancias de actas, según las cuales se había provisto que en el mismo monumento descansarían los restos del dictador.

Desechada la idea del concurso, Tommasi quedó definitivamente encargado de convertir su ya estudiado monumento al “descamisado” –o mejor dicho, al trabajador con la figura de Perón- en nominal monumento a “la Señora”.

El costo aproximado que se había establecido para la obra era de ciento cincuenta millones de pesos, pero el ministro Dupeyron lo calculó entre trescientos y cuatrocientos millones. En la parte superior de la misma se colocaría una estatua del dictador, de 53 metros de altura con la cual el conjunto alcanzaría a 139 metros, o sea más que la estatua de la Libertad colocada a la entrada de Nueva York. Llevaría además 16 figuras de 5 metros de alto en mármol de Carrara de una pieza, que costarían 50.000 dólares por unidad.

Una importante empresa metalúrgica donó 400 toneladas de hierro, extorsionada al parecer por dos funcionarios de Control de Estado, según declaró su presidente. Los fondos recaudados superaron a los cien millones de pesos, no pudiéndose establecer con exactitud la totalidad del monto, porque algunas instituciones, como la CGT por ejemplo, manejaron a su arbitrio los percibidos por ellas y no cumplieron la disposición legal de depositarlos en la única cuanta autorizada, ni la rindieron a la comisión respectiva.

Como es sabido, el monumento emplazóse posteriormente en los jardines de la Recoleta, frente a la residencia presidencial. La voluntad de “la Señora” no se cumplió. La Revolución Libertadora impidió, por su parte, que se cumpliera la voluntad del dictador.

Nada hay más opuesto al espíritu sanmartiniano que la autoglorificación. No se concibe que el Libertador pensara ni permitiera dar su nombre a tantas cosas y lugares como lo hizo Perón, y menos todavía que admitiese o promoviese la eracción de monumentos con su figura.

Más hace pensar en Guzmán Blanco, aquel dictador de Venezuela que se hizo llamar “ilustre americano” y erigir en Caracas dos estatuas, junto a las cuales solía pasearse.

En cierta ocasión lo acompañó Miguel Cané, el autor de Juvenilla, quien ha relatado el episodio en una página que, por muchas coincidencias, nos permite recordar al lector.

Es la siguiente:

“-¿No le hace a usted, señor ministro –me dijo con un acento especial- un curioso efecto pasearse con un hombre, al pie de su propia estatua?

-A la verdad, señor, “es un caso original, que no me ha ocurrido nunca”

Si –añadió, y su fisonomía tomó una expresión de détachement completo de las cosas terrenas, un vago tinte de más allá-; si, es anómalo y admira al extranjero. No he podido evitarlo, o mejor dicho, no me he sentido con fuerzas ni con derecho para impedir que el pueblo glorifique su propia acción, que la providencia ha personificado en mi. Por lo demás, yo he entrado ya en la posteridad y ese homenaje es ya un juicio póstumo…

-Yo miraba a aquel hombre con la admiración profunda que me inspiran las dotes de que carezco, llevadas a su más esplendoroso desarrollo. El buen gusto, el tacto, la delicadeza moral, el sentido común, cual me aparecieron entonces como la triste impedimenta que nos obstruye a nosotros, los vulgares, el camino de las grandes situaciones y de las ilustres denominaciones…

Dos años más tarde, recibía en mi modesto cuarto del Grand Hotel, en París, la visita del general Guzmán Blanco, instalado en la capital francesa con su familia, en virtud de un vuelco político ocurrido en Venezuela, con caracteres de terremoto, por cuanto dio en tierra con las estatuas del “ilustre americano”, teniendo la posteridad, por ese accidente, que rehacer su juicio sobre el distinguido personaje. A ella lárdua sentenza” (2)

NOTAS
(1) Muy pocas veces se negaba la pareja gobernante a recibir el homenaje. Una de ellas fue cuando el Banco de la Nación decidió la subdivisión del campo de 10.000 hectáreas El Pelado, de Atucha, en Colón, provincia de Buenos Aires. El entonces presidente del banco hizo saber al dictador que se había dado su nombre a la colonia, y el de su esposa, a la escuela. En este caso ambos rechazaron la habitual obsecuencia; él, porque no quería que llevara su nombre un “barrio de latas” agrícola –textuales palabras-; y ella, en razón de que el precio de la escuela a construirse no iba a ascender sino a treinta y cinco mil pesos, no tolerando que su nombre se pusiera en ninguna obra de costo inferior a cien mil. (2) Miguel Cané: Prosa ligera, “Mi estreno diplomático”

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